sábado, 5 de diciembre de 2009

Varney el Vampiro


A continuación se transcribe el texto, traducido al español del primer capítulo de Varney el Vampiro. La edición no da crédito al traductor.
EL VISITANTE DE LA TORMENTA THOMAS PRESKETT PREST
Las doce solemnes campanadas del viejo reloj de la catedral acaban de anunciar la medianoche. El aire es pesado, denso, y una extraña quietud de muerte invade la naturaleza. Todo parece algo así como una inmensa tumba.
Mas de pronto, el paisaje cambia. Empieza a granizar. Sí. Una tormenta de granizo ha estallado sobre la ciudad. Las hojas de los árboles y sus ramas más tiernas son diezmadas. Los cristales de las ventanas son azotados con furia por el helado pedrisco, y se rompen, y aquel mundo de silencio de antes se convierte en un estruendo que ahoga los gritos de sorpresa y consternación de los habitantes de la ciudad que ven sus hogares invadidos por la tormenta. ¡Vaya tempestad! ¡Granizo, lluvia y viento! Ciertamente, una noche infernal.
En una vieja casa hay una antigua habitación. Raros y abundantes labrados adornan las paredes y hasta la gran chimenea resulta una curiosidad por sí misma. El techo es bajo, y un largo ventanal, que va de pared a pared y de arriba a abajo, mira hacia el Oeste. Este ventanal se compone de muchos paneles que enmarcan cristales con singulares figuras pintadas en vivos colores y que proporcionan al aposento una extraña y bella luz cuando el sol o la luna da en ellos.
Hay una cama en la habitación, construida con madera de nogal, de un diseño exquisito y bellamente labrada también. Se trata de una gran obra de artesanía de la época isabelina. De la parte superior cuelgan sedas y damascos. Algunos penachos de plumas, no faltos de polvo, pueden verse en los rincones y todo el aspecto en sí del aposento tiene algo de fúnebre. El pavimento es de roble pulido.
¡Dios! ¡Hay que ver con qué fuerza golpea el granizo en la vieja ventana! Parece como si un batallón de fusilería descargara sin cesar contra los pequeños vidrios, pero éstos resisten. Su reducido tamaño los salva. El granizo, la lluvia y el viento descargan en vano su furia contra ellos.
La cama de aquella vieja habitación no está vacía. Una hermosa criatura, bella y joven como una mañana de primavera, yace en ella medio dormida, con su espléndida cabellera extendida sobre la almohada. Se nota que su sueño no ha sido tranquilo y reparador porque las ropas de la cama están muy revueltas. Uno de los brazos descansa sobre la cabeza y el otro cuelga de un lado de la cama. Su cuello y su pecho son tan hermosos que parecen hechos por algún genio de la escultura. En su adormecimiento, mueve los labios ligeramente como si estuviera recitando una plegaria a Aquel que vino al mundo a sufrir por todos nosotros.
Como cuando se acostó estaba tan fatigada, la tormenta no ha tenido suficiente fuerza para truncar su sueño aunque sus furiosos elementos sí se lo han alterado.
¡Oh! ¡Qué hechizo emanaba de aquella boca entreabierta en la que podía verse una hilera de dientes como perlas que incluso con la sola leve luz que entraba por el ventanal podían brillar! Sus largas pestañas yacían sobre sus mejillas. Se mueve un poco y queda un hombro al descubierto. Su piel es suave como la seda. Se trata, en suma, de un capullo de mujer. ¿Relampaguea? Sí. Un terrorífico y vívido flash seguido del estruendo de un gran trueno da la impresión de que en el cielo unas montañas se abalanzan sobre otras. ¿Quién duerme ahora en la vieja ciudad? Nadie. La temible trompeta de la eternidad no hubiera despertado a sus habitantes con más eficacia.
La granizada continúa. El viento también. La furia de los elementos parece hallarse en su punto álgido. La muchacha que descansa en la antigua cama se despierta, abre sus azules ojos y un grito de alarma sale de sus labios. Pero el grito queda ahogado por el estruendo de la tormenta. Se incorpora en la cama y se restriega los ojos. Un gran relámpago se estrella contra el ventanal, iluminando con su fantasmagórico luz el aposento y haciendo resaltar las figuras de los cristales.
Un grito de terror sale de la boca de la joven, mientras con los ojos fijos en la ventana, ahora oscura, su cuerpo tiembla.
«¿Qué es lo que ha sucedido?», se pregunta con angustia. «¿Ha sido una visión real o pura imaginación?» «¡oh, Dios!» Sí, lo ha visto. La luz del relámpago se lo ha mostrado. Una figura alta y delgada, de pie, junto al ventanal, intentaba abrir desde el exterior.
El viento se ha calmado un poco, el granizo ya no cae con tanta fuerza, pero un extraño repiqueteo sigue proviniendo de la ventana. No puede ser figuración suya. Está despierta y oye. «¿Qué es lo que puede producir aquello?» Un nuevo relámpago y otro grito. Ahora ya no se trata de ninguna ilusión. Una figura alta y flaca permanece en el borde exterior del ventanal. Son las uñas de sus dedos las que siguen produciendo aquel ruido, ahora que el granizo ha cesado. Un miedo intenso la paraliza, y con las manos entrelazadas, el corazón latiéndole tan violentamente que parece que le va a estallar, el rostro como el mármol y los ojos dilatados y fijos en la ventana, permanece inmóvil.
El ruido de las uñas golpeando los cristales continúa. No se oye una palabra, y ella sigue distinguiendo la oscura figura, una figura con largos brazos que se mueven como alas y que, de alguna manera, trata de entrar.
¿Qué extraña luz es ésta que ahora va invadiendo el ambiente? Roja, terrible, y cada vez más brillante. Un rayo ha caído en una fábrica incendiándole y el reflejo del fuego que rápidamente consume el edificio da contra el amplio ventanal. La figura sigue allí, golpeando los cristales con sus largas uñas, unas uñas que parece no han sido cortadas durante años y años.
La joven quiere gritar, pero no puede. Sus labios parecen haberse vuelto de plomo. Aquello es demasiado horrible. Apenas si puede susurrar «¡Socorro! ¡Socorro!» Y sigue repitiendo esta palabra como en una imperceptible letanía.
El rojo resplandor del incendio continúa iluminando la terrorífica figura pegada a la ventana. Un panel de ésta es roto y por él penetra una mano larga, que parece falta de carne; fuerza la cerradura, quedando media hoja del ventanal abierta y girando sobre sus goznes.
La muchacha no puede ni gritar ni moverse. Tan sólo sigue susurrando, «¡Socorro! ¡Socorro!»
«¡Oh, Señor! ¡Qué horrible visión la que tiene delante de sus ojos! Una visión tan espantosa que es capaz de anular de golpe todo lo bello que uno haya podido ver en este mundo.»
La figura se vuelve y la luz le da de lleno en la cara. Ésta es blanca, sin sangre, los ojos como de metal pulido, y de sus labios estreabiertos salen unos dientes largos, blancos y afilados, como de animal salvaje dispuesto a atacar.
La figura se aproxima hacia la cama con extraño y deslizante movimiento, chasqueando sus largas uñas que parecen colgar de sus dedos. Ningún sonido sale de la boca de la joven. Tan atenazada está por el terror que ni tan siquiera puede abrirla para pedir socorro. «¿Estará volviéndose loca?»
El poder de sus articulaciones desaparece, aunque puede deslizarse por sí misma hacia el lado de la cama a donde se acerca la terrorífica aparición. Sus ojos están fascinados por la mirada de aquellos ojos metálicos que se inclinan hacia su rostro. Ahora, la enorme y horrenda figura parece reducirse, siendo su cara lo que más destaca de ella. «¿Por qué sucede así? ¿Qué necesita de allí? ¿Qué es lo que la hace tan horrible? ¿Cómo podía existir en la tierra un ser tan insólito y tan repulsivo y qué hacía precisamente allí?»
Cuando estaba al borde de la cama, la figura se detuvo y pareció como si la vida en la muchacha se detuviera también. Inconscientemente se agarró a las ropas de la cama. Su respiración era entrecortado y densa, su pecho se elevaba palpitante y sus labios temblaban mientras seguía sin poder apartar los ojos de aquella cara de mármol cuyos relucientes ojos metálicos la anulaban.
Ha cesado la tormenta. Los vientos se han apaciguado y ha renacido la calma. El viejo reloj de la catedral ha dado la una. Un silbante sonido sale del pecho de aquel terrorífico ser y levanta sus largos y flacos brazos. Mueve los labios, avanza. La muchacha pone en el suelo uno de sus pequeños pies. Inconscientemente arrastra la ropa con ella. La puerta del aposento se halla en aquella dirección. ¿Podrá alcanzarla? ¿Podrá andar? ¿Podrá apartar sus ojos de los de aquel intruso y romper el terrorífico encantamiento? ¿Es todo esto real o tan sólo un mal sueño pero tan intenso como para trastornar el juicio?
La figura se detiene de nuevo y, mitad en la cama, mitad fuera de ella, la muchacha sigue temblando, sus largos cabellos formando un río sobre la almohada. Esta pausa debió durar un minuto, pero un minuto que fue de agonía. Un minuto bastó para que la locura consumara su trabajo.
Con una súbita rapidez que no hubiera podido ser ni prevista, con un extraño alarido que hubiera bastado para aterrar al corazón más valiente, asió los largos cabellos de la muchacha, los retorció con sus huesudas manos y la ató con ellos.
Entonces, ella gritó —el cielo le había concedido de nuevo la facultad de poder gritar—. A un grito sucedió otro, y otro. Las ropas de la cama cayeron y ella fue arrastrada, mientras en sus bellos labios aparecía el rictus de la agonía.
Los metálicos y terroríficos ojos de la figura miraban aquel angélico cuerpo con demoniaca satisfacción. Arrastró su cabeza hasta el borde de la cama, la dobló hacia atrás y, hundiendo sus afilados dientes en su blanco cuello, chupó su sangre. La muchacha quedó desfallecida y el vampiro apuró hasta el final su banquete.

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